domingo, 15 de enero de 2017

MOLESTAR A LOS MUERTOS






I

Cuando en aquella pequeña localidad extremeña amanecía, no se podían imaginar los acontecimientos que ocurrirían bajo ese mismo sol que se veía aparecer rojizo por el horizonte y entre jirones de niebla; no podían sospecharse los hechos que habrían de cambiar trágicamente la vida de algunas familias…
Lo único que podía pensar aquel hombre a esas horas de la mañana y bajo aquel pesado frío era la más inverosímil serie de maldiciones contra aquellos visitantes de la capital que, sin nada que hacer por la mañana, se pasaban la noche de juerga, sin dejarle dormir… En repetidas ocasiones había estado a punto de levantarse para escarmentarlos de una maldita vez. Para colmo, algunos jóvenes del pueblo se habían unido a aquellos desalmados que nada tenían que hacer, olvidando sus ocupaciones en el campo.
Eduardo Martín descubrió que la puerta del cementerio – en contra de toda costumbre razonable – estaba abierta de par en par, pese a lo impropio de la hora. ¡Aquello era obra de los veraneantes! ¡Ni a los muertos podían dejar en paz! Pero, ¿por qué no cerraron la puerta al salir? ¿Acaso aún estaban dentro durmiendo la borrachera?
Se acercó para ver qué ocurría, intuyendo que algo extraño había sucedido. Y se quedó helado al ver la lápida del viejo Wenceslao manchada de sangre… de la sangre de Román, su propio hijo.
Hubiera gritado, pero ni eso pudo hacer; sintió que la niebla se hacía más espesa; se le nubló la vista y cayó al suelo con el tiempo justo de descubrir el cuerpo sin vida de Isabel, a escasos metros del muchacho.
Eduardo Martín recobró el conocimiento algún tiempo después. Sentía una gran angustia y no terminaba de creerse lo que sus ojos, una vez más, le mostraban. Lloró largamente y volvió al pueblo en busca de las autoridades para comunicarles la noticia. Por el camino escuchó las campanas; tocaban a muerto. ¿Otra tragedia?
Sí, otra desgracia más: los hermanos Trésel habían sido encontrados junto a la carretera; la moto en que viajaban –regresando de una de sus orgías – había volcado en una de las curvas. Y, cuando Eduardo Martín comunicó – entre los gritos histéricos de las mujeres que lo rodeaban – las misteriosas muertes de Isabel y su hijo Román, la gente se preguntó qué habría sucedido al resto de la pandilla.
Ninguno de los tres jóvenes restantes fue encontrado en su casa… Sin embargo, pronto tuvieron noticas de ellos: Luisa y su novio – Pedro Ibáñez - fueron encontrados en una presa del río, donde la corriente del agua había arrastrado sus cuerpos ahogados; y Rosa María fue encontrada por un camionero en el lugar donde había sido salvajemente asesinada.
Tratar de expresar lo que en aquellas horas de angustia se sintió en el pueblo sería imposible. Tanto como le fue a la policía el hallar pistas que pudieran explicar aquella tragedia, de caracteres tan irreales, que sólo podía concebirse en el marco de un teatro griego.
Todas las muertes debían tener una relación entre sí y sin embargo la de Rosa María parecía carecer de misterio: era una historia vulgar, pese a lo terrible. También podía explicarse la muerte de Isabel como un fallo cardíaco provocado por el pánico; pero, ¿quién había matado a Román Martín? Su cuerpo yacía junto al de ella envuelto en un enorme chaco de sangre. ¿Quién lo había apuñalado? En cuanto a la muerte de los hermanos Trésel, un accidente de moto es siempre explicable. Pero ambos hermanos sabían lo que hacían y no estaban bebidos como se había pensado en un principio; la moto tampoco había fallado. No había señales de que hubiera derrapado en el asfalto, ni los cadáveres estaban magullados. Tampoco se podía explicar muy bien el ahogo de Luisa y Pedro, puesto que no era la primera vez que nadaban en el río; lo conocían a la perfección y, además, no presentaban señales de asfixia.
Todo era probable, pero el simple azar no podía haber reunido tantas casualidades… Y nadie había quedado para contar qué ocurrió después de la visita al cementerio. ¿Por qué se quedaron allí Román e Isabel?¿Por qué cada uno de los demás se fue a un lugar distinto?


II


Román Martín se había despedido del grupo antes de cenar y se había acostado pronto aquella noche, en contra de su costumbre. Cuando los oyó hablar junto a su ventana y escuchó cómo decidían ir al cementerio pensó que aquélla era una buena ocasión para darles un susto y emprendió el camino, por detrás del pueblo, hacia el campo santo.
Cuando él llegó, los demás ya estaban dentro. Los escuchó reírse y, a través de la puerta entornada, vio el corro que habían formado alrededor de la tumba de Wenceslao, en cuya lápida habían colocado una vela y una botella de vino; discutían apasionadamente si levantar o no la piedra.
-No seáis bobos – insistía Pedro - , no ocurrirá nada porque la levantemos. Quizá hasta podamos ver fuegos fatuos.
-Yo te ayudaré – propuso su novia, mientras que el resto callaba o, juiciosamente, protestaba.
-No ocurrirá nada, pero debemos respetar el cementerio, si la levantáis yo me voy.
Había sido Isabel la portavoz de la queja, pero no se atrevió a marcharse sola y siguió allí, viendo como Luisa y Pedro hacían un gran esfuerzo para levantar el pesado mármol.
Román pensó que iba a ser un buen momento y entró sigilosamente en el cementerio, acercándose al grupo en la oscuridad.
-¿Veis cómo no hay nada? – preguntó satisfecho Pedro cuando la piedra estuvo apartada.
Todos miraron con curiosidad la tierra revuelta.
-Pues tápala ya.
La losa hizo un sonido seco al volver a quedar en su sitio; todos se sobresaltaron… En ese mismo momento descubrieron la tenebrosa figura de Román Martín, al que ninguno reconoció. Aterrados, todos corrieron alocadamente hacia la salida; todos menos Isabel, cuyo corazón había fallado. Román se hubiera retorcido de risa si no hubiera observado el lento moverse de una piedra… de la lápida de Wenceslao… Apenas pudo defenderse de los golpes de alguien, a quien no pudo conocer.
Los demás habían salido corriendo, sin fijarse en que Isabel se quedaba atrás. Pararon unos segundos al llegar a la carretera.
-¿Qué hacemos?
-¿No pensaréis que era un espíritu!
-Sería alguien del pueblo. A la gente no le gustará que nos hayamos reído de sus muertos.
-Sabrán que hemos sido nosotros.
-Quizás no, su procuramos buscarnos una coartada…Será más fácil si cada uno volvemos por nuestro lado.
Y cada cual partió en una dirección.
Los hermanos Trésel cogieron la moto y se marcharon. A ningún sitio, pues su única idea era la de volver haciendo ruido, para que la gente se diese cuenta de que lo hacían en la moto, los dos solos.
-Volvamos ya – propuso el menor-. No tengo ganas de ir a ninguna parte. 
Su hermano no contestó, se limitó a acelerar. No llegaron al pueblo.
Rosa María se sintió sola cuando partieron sus amigos. ¿Qué hacer? Paseó indecisa por la carretera, alejándose del pueblo. Tenía un poco de miedo. Si al menos supiese dónde había ido Isabel… No recordaba haberla visto desde que estaban en el cementerio.
-Maldita la hora en que se nos ocurrió ir – murmuró decidiéndose a volver.
Vio venir un coche y se apartó. El automóvil paró casi en seco; dos hombres bajaron de su interior y ella, temiendo lo que iba a ocurrir, empezó a correr. Apenas pudo hacerlo unos metros.
-Vayamos a nadar – propuso Pedro a Luisa, cuando habían andado un trecho.
Bajaron al río, se desnudaron y entraron en el agua. Estaba fría, pero menos que durante el día. Por otra parte, estaban acostumbrados a bañarse tanto en invierno como en verano.
Nadaban en silencio. Estaban preocupados… Ellos habían levantado la lápida.
-Luisa.
-¿Sí?
-No creerás en el poder de los espíritus, ¿verdad?
-No creo en los espíritus, Pedro.
-Sin embargo…
-¿Pedro?
Ya no contestó. Tampoco era necesario, porque ella no lo hubiera oído.


Wenceslao volvió satisfecho a su tumba. Estaba harto de aquellos insolentes. Bastante los había soportado ya en vida, para tener que aguantarlos también ahora. Y, de todas maneras, nadie puede tolerar que lo molesten en su tumba.

EL VIAJE

     
  

No supo por qué, pero aquel extraño compañero de viaje le hizo pensar en los vampiros… El rostro pálido y alargado, la nariz perfilada, los labios finos y blancos…
Tan sólo unos días antes había visto una de esas películas en las que los no-muertos se beben la sangre de sus víctimas… El médico le había pedido que no se sobresaltara… ¡Claro que una película no era nada importante!, tan sólo la manera de pasar un rato agradable, aunque fuese sufriendo o jugando a sufrir. Pero al verlo se acordó…
Había más gente dentro del autobús. Poca más: tres o cuatro personas que fumaban o trataban de dormir; solamente una pareja, sentada casi al final, parecía charlar en voz baja.
Volvió a recordar el consejo del médico : “Cuídese de los sustos, de los sobresaltos; su corazón está muy débil y no son aconsejables las emociones fuertes. Procure ir al campo y descansar”.
Y eso iba a hacer: descansar en un lugar del campo, en plena naturaleza, entre la montaña y la playa… Una buena razón, para dejar de pensar en aquellas tonterías, en los seres extraños, en las películas de vampiros.
La noche estaba muy entrada cuando el autobús, chirriante, paró en el cruce.
-¡Señor…!
El conductor se había dirigido a él, sobresaltándolo.
-Esta es su parada; tendrá que andar unos minutos por el camino para llegar a la estación.
-Gracias. Buenas noches.
Y dos o tres personas parecieron murmurar unas palabras de despedida. El hombre cuyos rasgos le habían impresionado dormía.
Se bajó del coche y, al pisar el suelo, se estremeció. El autobús volvía a partir; con sus luces amarillentas y sus cuatro escasos ocupantes parecía llevarse la tranquilidad.
El campo, cuando la oscuridad ocupa hasta el último de sus rincones, tan pronto parece lleno de ruidos, sonidos insignificantes, gritos inesperados, murmullos… como sobre él pesa un silencio hondo, tan hondo que asusta…
Ilustración de Moreno. Recorte de la publicación original.
Comenzó su camino hacia la estación y no oyó sus propios pasos; trató de corres, pero vio que era absurdo… ¿A qué tener miedo?... La luna, redonda, se asomó entre las nubes.
El apeadero estaba vacío. Le pareció muy extraño. Era muy de noche, pero, de todas maneras, hubiera querido encontrar algún vestigio de vida humana: el jefe de la estación, una luz… al menos, un reloj en marcha. Pero la taquilla estaba cerrada, las luces apagadas y hasta las agujas del reloj se habían detenido en una hora lejana.
Se sintió más sólo que nunca y el miedo volvió a recorrer su cuerpo, entrándole hasta la médula de sus huesos y haciéndole estremecer.
Las puertas habían sido clavadas… Allí no había entrado nadie en mucho tiempo.
¿Se habría equivocado?... No, no. El letrero, cuyos cristales habían sido rotos de una pedrada, dejaba leer aún el nombre; probablemente aquella habitación estaba abandonada desde hacía tiempo y él no lo sabía. El tren se detendría de todos modos. Pararía siempre. ¿Quizás debería hacerle una señal cuando se acercase? Eso ya era lo de menos, lo importante era no perder el control, no dejarse llevar por los nervios.
La luna, redonda, continuaba corriendo por entre las nubes; el aire, convertido en viento, arrastró con fuerza y con soberbia unos papeles abandonados en el suelo.
Se sentó en uno de los bancos que había junto a la inutilizada puerta. Su reloj apenas marcaba las diez; una hora de espera todavía; una hora entera con sus sesenta interminables minutos.
Casi de repente se dio cuenta de que el silencio de la noche había empezado a romperse para dar paso a una sinfonía de sonidos extraños, de ruidos que parecían surgir de todos los lugares: suspiros, susurros, ¡gritos!
¿Gritos?
¿Dónde había sonado? Escuchó y volvió a oírlo… Pero no era más que un pájaro.
Y así comenzaron a pasar los minutos, con una lentitud asombrosa, con un sinfín de sobresaltos… Tuvo que hacer un esfuerzo para acostumbrarse, para oír con naturalidad todos aquellos sonidos que no dejaban de ser naturales: el susurro de las ramas de los árboles, los silbidos del viento, el canto del pájaro…
No sabría decir si esto era preferible al silencio anterior.

Vino ente las sombras…Primero oyó los pasos, los pies arrastrados por la hierba, el ruido de su roce con las ramas y los matorrales…
Se puso en pie y notó cómo se le erizaba el vello por todo el cuerpo; la piel se le había puesto de gallina.
-¿Quién va?
Comprendió que había sido una pregunta estúpida. No tenía ningún derecho a hacerla en medio del campo, en una estación de ferrocarriles.
-Me ha asustado…
Era él; y, a la vez que lo decía, se dejó ver, apareciendo de entre las sombras. Su silueta, bajo la blanquecina luz de la luna, aún lo hacía más parecido a los vampiros de las películas, a los no-muertos. Su nariz parecía más afilada, sus labios más delgados, sus rasgos más acusados y todo su rostro más blanco, más pálido y más cadavérico.
Se estremeció y su voz tembló al hablar:
-¿Usted?
-Sí. No se extrañe. Me quedé dormido en el autobús y he tenido que bajar después del cruce. La verdad es que no me ha hecho ninguna gracia. No es nada agradable venir solo por estos caminos y a estas horas.
-Cierto, yo ya me estaba poniendo nervioso.
Y, en el fondo, se hubiera dado cuenta de que agradecía aquella compañía para esperar el tren. Se hubiera dado cuenta, de no haber visto aquella sonrisa, aquellos dientes blancos y afilados que, tras los delgados labios, dejaba ver el desconocido.
De nuevo comprendió que debía vencer sus nervios y no dejarse llevar por el pánico.
-¿Espera usted el tren?
-¡Claro!
El hombre pareció extrañarse de que lo dudase.

-Llegué a temer que no parase en esta estación… como está tan abandonada…
-Este tren siempre para; hay que apretar un botón junto a las puertas de los vagones para que se abran; de no hacerlo nadie, para subir o bajar, vuelve a emprender la marcha.
El nuevo silencio fue más pesado que el anterior, más aún que los sonidos de la noche que, momentos antes, le hacían estremecer.
Aquel hombre empezaba a mirarle fijamente… tal vez… tal vez…
-Amigo - lo llamó el desconocido- , ¿no le gustaría ser inmortal?
Su voz había sido suave, incluso cariñosa, pero él sintió que se le helaba la sangre, mientras, quien empezaba a parecerle monstruososo, continuaba hablándole:
-Yo puedo espantar a la muerte; podría dejar de temer a su propio corazón y, a cambio, sólo tendría que ayudarme un poco, dejarme algo de su sangre… Yo la necesito; luego… ya sabe, usted también será inmortal.
Había empezado a acercársele y quiso gritar, aterrado, al comprender que no podía levantarse para huir.
-¡No!...¡No!
El corazón le latía tan fuerte que creyó que iba a salírsele del pecho. Los ruidos de la noche volvían a oírse y un pájaro, el mismo de antes, o asustó con un grito.

Se había dormido pese al lugar y, ahora, una vez despierto, se sentía aterrado, aun comprendiendo que todo había sido una pesadilla.
La estación seguía vacía pero, lejana, oyó la campanilla incansable de un paso a nivel. Por fin se acercaba el tren.
Y llegó. Llegó y se detuvo, como le habían explicado en sueños. Y se abrieron todas las puertas, cuando pulsó el botón de entrada al último vagón.
Había visto pasar el convoy y todos los vagones le parecieron casi vacíos. Muchas luces apagadas y, en algún compartimento, un niño con la cara pegada a los cristales. Subió al último porque fue el que más cerca le quedó. No había nadie, absolutamente nadie. Antes de sentarse a esperar al revisor entró en el lavabo. Desde allí oyó el trajinar de algún empleado, que debía golpear las ruedas, como muchas veces había visto hacer.
Las puertas se cerraron. “El tren va a partir”, pensó. Efectivamente, el tren se movió, pero poco después se paraba de nuevo. Los ruidos continuaron y luego un apagón lo dejó a oscuras.
Unas voces que no entendió y el silencio total…
“Ahora sí –pensó- vamos a partir”. Sin embargo no se movió.
Salió del lavabo y, de nuevo en el compartimento, se sentó a esperar.
Y esperó: un minuto, dos, tres… Luego perdió el control del tiempo.
Un sonido llamó su atención; lo estaba oyendo desde el principio, pero no se había dado cuenta: era un lento gotear.
Ilustración de Moreno. Recorte de la publicación original.
¿El grifo de lavabo mal cerrado? Tuvo que levantarse y, a oscuras, comprobar que todo estaba bien. Sin embargo el ruido continuaba insistentemente, incansable, tenaz con su tac, tac, tac…
Estaba tan nervioso que decidió marcharse a otro vagón, pero las puertas estaban cerradas y no volvieron a abrirse por mucho que pulsó el botón. Al otro lado de los cristales veía la noche oscura y los papeles que arrastraba el viento. Y aquel ruido incansable, incansable, incansable…
El pánico, que tantas visitas le había hecho durante la noche, volvió de nuevo y empezó a torturar su mente, a retorcerle las ideas, convencido de que allí –gota a gota- alguien se estaba desangrando, empezó a chillar. Y gritó horrorizado hasta que el corazón, que saltaba dentro de su pecho, se paró.

-¡Vaya noche!
El revisor del ten se frotó las manos al entrar en la cabina del maquinista.
-Sí, poca gente, ¿verdad?
-Casi nadie. Hicimos bien al dejar el último vagón aparcado en la vieja vía de la estación. Por cierto, es raro, pero al llegar me pareció ver a un hombre en el andén; he recorrido el tren y no lo he visto. Qué extraño que no subiera.
-Sí que subió. Al menos alguien pulsó el botón para que abriese las puertas. ¡Supongo que mirarías en el último vagón antes de desengancharlo!
-¡Naturalmente! No había nadie.
Los dos hombres se encogieron de hombros y continuaron la marcha en silencio.

En la vieja estación el viento, incansable, hacía chocar una pequeña cadena contra las paredes del abandonado vagón. En el interior reinaba un silencio de muerte, un silencio que ni siquiera era interrumpido por el latir de algún corazón humano.

HUYENDO


Ilustraciones de Quesada. Fotografía de la publicación original.
            Al salir a la calle se subió el cuello del abrigo, luego se metió las manos en los bolsillos. El edificio que había abandonado tenía cinco pisos, era viejo y sus paredes estaban grises... Era un hombre alto, algo grueso, joven; llevaba los cabellos cortos y despeinados. Vestía un traje de color mostaza, sobre el que llevaba puesto un abrigo.
Vivía en el extremo contrario de la ciudad, en un barrio de las afueras; en realidad se encontraba bastante apartado del centro, en un lugar muy siniestro en el que las chabolas y las fábricas se mezclaban. Las calles eran de tierra y, a veces, entre los edificios se extendían grandes descampados o largas paredes de almacenes que, con la falta de luz, daban al paraje un aspecto siniestro.
            Aunque el autobús que estaba esperando le dejaba cerca de casa, no le apetecía en absoluto andar por allí a esas horas de la noche, en las que no se apreciaba más vida que la música que salía de alguna barra americana y la sospechada presencia de los hampones que se refugiaban en las sombras: prostitutas, carteristas, homosexuales... Si su trabajo no estuviese en ese mismo barrio, se habría quedado a dormir en casa de su novia.
            El autobús fue puntual. Cuando lo vio aparecer, como una caja metálica que con suave “run-run” rompía el silencio de la noche, dio un suspiro de alivio; había temido tener que esperar durante media hora o más, como solía ocurrir otras veces. El interior estaba casi vacío. Una luz amarillenta y débil iluminaba tenuemente el ambiente, cargado de  humo y vaho; los cristales estaban empañados y el vaivén de la marcha le había invitado a entornar los ojos. Tras limpiar el vidrio de una ventanilla con la palma de la mano, se fijó en la calle, aún más silenciosa y vacía conforme se alejaba del centro; las luces de las tiendas y los faroles pasaban entre la niebla dejando un difuminado rastro luminoso... Un par de hombres hablaban en voz baja en el otro extremo del autobús; aunque él sólo se había fijado en las sensuales piernas de la chica que tenía sentada en el asiento de enfrente.
            Cuando algunas paradas más tarde el coche se quedó vacío, él también tuvo que bajar. Tenía que andar un rato y no le hacía ninguna gracia la idea. La niebla se estaba cerrando y aquél no era el lugar más apropiado para pasear a esas horas de la noche.
Hacía frío y,  quizás por eso, ni siquiera se veían deambular a los colgados de siempre. Los descampados, las tapias grises de las fábricas y los siniestros edificios de rojo ladrillo lo inquietaban; en alguna esquina se veía un farol que torpemente iluminaba un pequeño espacio a su alrededor, haciendo más evidente la intensidad de la niebla. El silencio era molesto y pesado...
            Un perro se oyó aullar a lo lejos y una sensación de angustia le invadió el cuerpo. Trató de animarse silbando por lo bajo una canción. Un coche le hizo cortar su tarareo, a la vez que le obligaba a saltar a la acera para evitar ser atropellado...
“Es un loco –supuso--. Sólo a un loco se le puede ocurrir circular a esa velocidad a estas horas de la noche y con esta niebla...”
            Luego se le ocurrió pensar que el coche parecía huir... “¿Pero huir de qué? –se preguntó--.  ¿De un robo, de un asesinato, de una violación…?” La sospecha se transformó en miedo. La niebla lo inquietaba. Aceleró el paso. El reloj de un campanario cercano había dado las horas. Presentía algo anómalo en el ambiente; aunque bien pudieran ser sólo escrúpulos; quizás sólo se estaba sugestionado y, a la mañana siguiente, se sonreiría de todas esas infantiles tonterías.
            Pero no, no eran tales bobadas. Detuvo en seco sus pasos porque delante de él, escasamente iluminado por uno de los faroles, había un bulto que parecía un cuerpo humano. Se alarmó y sus manos comenzaron a temblar, mientras un sudor frío bañaba todo su cuerpo y la sangre se le helaba en las venas.
            Trató de localizar a alguien con la mirada, pero entre la niebla sólo se divisaban las paredes de un almacén y las de una fábrica. Entre ambas formaban la calle. Un poco más adelante había un pequeño edificio con dos ventanas iluminadas.
            Al acercarse junto al bulto pudo darse cuenta de que se trataba de una mujer. De buena gana hubiera pasado de largo, pero se detuvo. “Puede que necesite algo –pensó--. Tengo que vencer el miedo y acercarme a ayudarle... Con el frío que hace estará helada... Tal vez esté drogada y necesite un médico”. Deseaba echar a correr, huir... Pero una chispa de humanidad que permanecía viva en su corazón helado, se lo impidió.
Se trataba de una muchacha alta, estaba volcada boca abajo y vestía una trenca clara, sobre la que caía su melena rubia y desordenada. “No es lógico que una borracha cualquiera tenga este aspecto... O, ¿quién sabe?, ahora hay putas callejeras que tienen aspecto de marquesas... Me precipito al juzgar, no tiene por qué estar bebida o drogada, puede haber sufrido un mareo, quizás la hayan golpeado para robarle... ¿No estará muerta?”. Tomándola por un hombro, le dio la vuelta.
            De la garganta de la chica surgía un hilillo rojo, era muy pequeño, pero el corte del que manaba era profundo y por él la sangre había estado escurriendo hasta formar un charco negruzco en la tierra.
            Soltó el cuerpo. Quiso gritar y el mismo miedo se lo impidió. ¿Seguiría el asesino por allí cerca? Quizás incluso lo estuviera viendo.
            A sus espaldas le pareció oír unos pasos... Alguien se acercaba. Le pediría ayuda... Pero, ¿y si era el homicida? Esta idea lo paralizó en el sitio. Las piernas le temblaban. Sintió que iba a perder el conocimiento pero, de pronto e instintivamente, comenzó a correr. Ya no pensaba, ya no le importaba el cadáver de la chica; lo importante era correr... Se paró ante el portal del edificio cuyas ventanas había visto iluminadas. La puerta estaba cerrada. La golpeó con furia, pero sin resultado; hasta él sólo llegaba la voz de un televisor puesto a todo volumen y el sonido de unos pasos presurosos, que se oían al fondo de la calle... El miedo le impidió seguir allí parado, esperando a que alguien le oyera y abriese. Volvió a correr.
            Su nueva meta era la fábrica, una fábrica textil que funcionaba toda la noche. Seguramente habría un portero. Dobló la esquina. El terror le hizo sentir cómo se le erizaban los pelos: confundido por la niebla, se había metido en un callejón sin salida. Acababa de tropezar con una pared y la oscuridad lo envolvía; no sabía qué hacer, le era imposible pensar, creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Volvió sobre sus pasos y empezó a correr para seguir rodeando la fábrica, en busca de la entrada.
            Al salir le pareció verlo al principio de la calle, unos metros más atrás...
            Alcanzó a llegar, pero la puerta estaba cerrada. La golpeó con fuerza. Dentro tenía que haber alguien. Pero sólo escuchaba sus golpes y unos pasos fuertes y secos que, rítmica e inexorablemente, se le acercaban.
            Alcanzó a oír un disparo a sus espaldas. Sintió que todo le daba vueltas y que algo le quemaba las entrañas. Dejó de ver...
            Entonces se abrió la puerta. El guardián llegó con el tiempo justo de evitar que su cadáver cayese al suelo.